Por Carmen Fernández / Ilustración Jorge Alaminos
Yo que nunca sé callar y larga tengo la lengua
a todos quiero contar, la historia de un duque empalmado
que andaba todo colorado porque lo iban a entrullar.
Ganábase el pan el zagal jugando con una pelota,
conoció a infanta de España y ya no sudó ni una gota.
Conferenciante y tunante enredos iba tejiendo,
politiquillos bordando y su patrimonio creciendo.
Largo era de estatura pero corto de vergüenza
y proclamaba su inocencia entre toda la magistratura.
Más rubio que las pajas (de un pajar),
y más pálido que cera en un altar
nunca tuvo rubor al robar a ancianos, pobres o niños,
iba haciéndose guiños con los capos del lugar.
Y puestos a malversar, todo presuntamente,
mejor los caudales de gente
que a Robin Hood le fue mal,
no tenía que pagar un palacete en Pedralbes
ni clases particulares de salsa, rumba o de jazz.
La infanta a la que desposó, grande de España sería
mas corto el entendimiento tenía
y no le consta qué firmó cuanto documento vio
de manos de su rubio Cupido,
que la prosa hermosa es la del amor y no el texto administrativo,
que eso da mucho sopor y es mucho mejor el olvido.
Estas rimas simplonas pretenden homenajear a los pliegos de cordel o cantares de ciego que iban arrastrando los viejos trovadores por caminos, fondas y pueblos desde el Siglo de Oro. De poca o nula calidad literaria, eran sin embargo el único contacto que tenían con el mundo muchos lugares remotos y se esperaba con impaciencia la llegada de estos ciegos cantores con sus noticias y sucesos.